¿Qué
hacer con las materias primas?
En
un contexto de boom de precios y creciente resistencia social, los gobiernos de
izquierda de América Latina impulsan y regulan las actividades extractivas.
Pero no hay un programa único y cada país tiene su propia hoja de ruta.
No
podemos ser mendigos sentados en saco de oro. Vamos a desarrollar el potencial
minero del país”. La frase del presidente ecuatoriano Rafael Correa fue
pronunciada en marzo pasado, en ocasión de la firma del primer contrato con una
compañía china para una explotación a gran escala en el país. En diciembre de
2012 había considerado un “infantilismo” la consigna “no al petróleo, no a la
minería” que, declaró Correa, equivale a decir: “Murámonos de hambre, pero qué
bonito paisaje”. Advirtió enseguida que “el peor racismo es considerar a la
miseria como parte del folclore”. Pocos días atrás, Luiz Inácio Lula da Silva,
considerado un líder global tanto como un socio fundador de los gobiernos de la
nueva izquierda latinoamericana, dijo en Buenos Aires que “no es malo exportar commodities
cuando el precio está bien; es malo cuando el precio está bajo”.
Las
palabras de ambos líderes pueden servir como muestra de algunos procesos
políticos y económicos en marcha en los gobiernos pos-neoliberales de América
Latina. Para comenzar a caracterizarlos resultan interesantes algunas
definiciones de Eduardo Gudynas, investigador del Centro Latinoamericano de
Ecología Social (CLAES) de Montevideo. Este especialista define, por un lado,
un “extractivismo clásico”, que es el que caracterizó a décadas anteriores y
que ahora desarrollan los gobiernos más orientados al centroderecha en la región,
como los de Colombia durante las gestiones de Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos
y el de Perú durante el mandato de Alan García.
En
este modelo, el papel principal lo cumplen las empresas transnacionales, el
Estado es funcional a esa transnacionalización y los controles y regulaciones
son acotados. Esto incluye la imposición de regalías y tributos bajos con la
idea de que el esquema genere crecimiento económico y “derrames” hacia al resto
de la sociedad. Se suma a ello la estrategia de minimizar, negar o reprimir las
protestas que surgen contra los impactos sociales y ambientales de la explotación
(2). Gudynas, crítico de la explotación de recursos naturales tal como se ha
planteado en la última década en América Latina, advierte de todos modos que
las estrategias adoptadas por los gobiernos progresistas de la región no se
ajustan al modelo anterior. Surge entonces un “neoextractivismo”.
Bajo
este esquema, si bien se mantiene y hasta se profundiza la extracción minera,
petrolera y de monocultivos de exportación, con los consiguientes impactos
ambientales y sociales, aparecen elementos nuevos. El Estado pasa a jugar un
papel mucho más activo. Se producen nacionalizaciones de los recursos o se
interviene en los mercados por distintas vías. En un contexto en el que se
buscan actividades que apunten a la maximización de la renta y la
externalización de los impactos sociales y ambientales, el modo de vincularse
con el empresariado transnacional se modifica. Aparecen modos de asociación diferentes,
como joint-ventures, y se imponen regalías y tributos más altos. Así, aunque se
mantiene una inserción internacional subordinada a la globalización en la que
los países son tomadores de precios, el Estado capta una mayor porción del
excedente generado por las actividades extractivas.
Además,
se trata de un Estado compensador en los terrenos social y ambiental. Se
convierte, de esa manera, en el protagonista de una tensión: por un lado, cede
ante el capital; por otro, trata de contenerlo. Gudynas no olvida el anclaje
democrático de estos gobiernos y señala que este afán por no convertir al
Estado en un mero apéndice de los intereses empresarios se da “por razones más mundanas,
como reproducir la adhesión ciudadana electoral”.
Contradicciones
y matices
La
visión de Gudynas permite apreciar algunos claroscuros de la relación entre los
gobiernos progresistas latinoamericanos y los recursos naturales. Y comprender
también por qué la mayoría de estas experiencias políticas enfrentan a
oposiciones dobles. Por un lado, coaliciones más o menos vigorosas que incluyen
a políticos tradicionales e importantes empresarios –entre ellos los de medios de
comunicación– por derecha. Y, por otro, agrupaciones de menor volumen pero
persistentes que incluyen a organizaciones sociales y una dirigencia política
más nueva y que despliega reclamos por izquierda.
Estos
últimos sectores se oponen a que el Estado avale las actividades extractivas.
De todos modos, cuando estas posiciones políticas llegan tanto a la arena
política local como nacional suelen presentarse sin los matices que marcan las
diferencias entre el extractivismo de viejo cuño y los esquemas actuales. En el
reclamo, las actividades productoras de commodities son presentadas como una continuidad
directa de los enclaves desarrollados hace décadas por compañías como la United
Fruit así como del neoliberalismo financiero de los 90.
Así,
por ejemplo, se critica la acción de grandes corporaciones transnacionales,
aunque éstas muchas veces no provienen, como en las oleadas imperialistas del
siglo XIX y principios del XX, de los países centrales, sino de China o incluso
del vecino Brasil. ¿Esa procedencia tiene vinculación con la idea de los
gobiernos progresistas de la región de lograr acuerdos económicos que posicionen
a los Estados de manera más beneficiosa que en otras épocas? ¿Permite a su vez
generar negociaciones más directas, rápidas o algo menos asimétricas cuando
aparecen entredichos?
Luego
de que la compañía minera brasileña Vale –la segunda más importante del mundo–
anunciara el retiro de sus inversiones de una mina de potasio en Argentina, una
cumbre entre las presidentas Cristina Kirchner y Dilma Rousseff permitió
destrabar aspectos importantes del conflicto, como las indemnizaciones a los trabajadores,
aunque no logró evitar que la compañía se retirara del proyecto.
Otro
matiz del caso sudamericano reside en el hecho de que las economías más
grandes, complejas y que generan mayor valor agregado no se privan de avanzar
en actividades extractivas. ¿Extractivismo es entonces sinónimo directo de
atraso? El propio Gudynas recuerda que Brasil se ha convertido en el mayor
productor minero del continente: extrajo 410 millones de toneladas de sus
principales minerales en 2011, mientras que todos los demás países
sudamericanos produjeron poco más de 147 millones (3). En otras palabras,
Brasil extrae casi el triple que la suma de todos los demás países de la región
que cuentan con minería de relevancia. Así el país se primariza aunque, habría
que agregar, en un contexto en el que no deja de ser la mayor locomotora
industrial del continente.
Argentina
Cuando
se analiza el caso argentino aparecen más matices. El cuestionamiento al
extractivismo minero como consigna política nacional adquirió fuerza en el
debate electoral no tanto en las provincias andinas, donde se han registrado
conflictos sociales e incluso acciones represivas por parte de las policías
locales, sino en Buenos Aires. Esta lejanía complica una articulación entre la política
nacional y los movimientos de protesta locales –en un contexto donde los
oficialismos provinciales obtienen importantes niveles de apoyo– ante las
situaciones concretas de amenaza al medio ambiente.
Pero
a la vez los sectores opuestos al extractivismo oscilan entre un cuestionamiento
a la producción y exportación de commodities en general y la crítica puntual al
modo de apropiación de la renta de esas actividades. De esta forma, por
ejemplo, el diputado Pino Solanas apoyó la nacionalización de la petrolera YPF,
aunque ahora la empresa se encamina a impulsar la explotación de hidrocarburos
no convencionales, una actividad muy cuestionada por los ambientalistas.
Si
bien era conocida la estrategia de la mayor compañía energética nacional
respecto de la explotación del yacimiento de Vaca Muerta, otro aliado de
Solanas, el también diputado nacional por la Capital Claudio Lozano, acompañó
con su voto la estatización de la empresa, pero durante una reciente visita a
Neuquén definió al fracking, el método utilizado en los yacimientos no
convencionales, como “una experiencia de destrucción ambiental”.
En
ese marco, resulta notorio que los grandes cambios en la legislación para
favorecer a los emprendimientos mineros privados se desarrollaran bajo una
concepción extractivista clásica durante la década del 90, en un momento en que
la participación del sector en la economía aún era muy marginal. Las
regulaciones que se aplicaron luego de la crisis de 2001 no alteraron de manera
contundente el funcionamiento del negocio, pero no es menos cierto que fue en
esta época cuando el Estado comenzó a ganar presencia en estas actividades.
En
2002 se aplicaron retenciones a las exportaciones –inicialmente del 5%, luego
del 10%– a aquellos proyectos que se iniciaran desde aquel momento (4). En
2007, el gobierno impuso retenciones de entre el 5 y el 10 % a las
explotaciones iniciadas con anterioridad a 2002, a partir de lo cual algunas
compañías le iniciaron juicios al Estado. En 2010, en tanto, se aprobó la Ley
de Glaciares, que en un primer momento fue vetada pero que luego fue sancionada
nuevamente por el Congreso e impone límites a las compañías mineras. En marzo
de 2013 científicos del CONICET presentaron los primeros informes correspondientes
al Inventario Nacional de Glaciares estipulado por esa norma.
También
el año pasado, luego de un conflicto social protagonizado por habitantes de la
localidad riojana de Famatina que incluyó la represión por parte de la policía
local, el gobierno nacional impulsó el Acuerdo Federal para el Desarrollo
Minero, del que participaron los gobernadores de las provincias con recursos minerales.
La iniciativa promueve una mayor participación de los estados provinciales en
la renta generada por la actividad. Se hace explícita “la captación de fondos
provenientes de la actividad minera, destinados a obras de infraestructura de
desarrollo social que signifiquen un mejor reparto de la renta”. El documento
habla también de “maximizar los recursos de las rentas de las operaciones productivas,
en la búsqueda de la sostenibilidad social y económica y la sustentabilidad
ambiental”.
En
forma paralela, las tensiones que el gobierno argentino protagonizó con
sectores productores y exportadores de commodities son innegables. Si así no
fuera, ¿cómo habría que entender la batalla política que libró el kirchnerismo
por aplicar retenciones móviles a las exportaciones en 2008? Además, en un
contexto donde no se había revertido durante los últimos años la presencia de compañías
extranjeras en sectores clave de la economía, la Casa Rosada impulsó en 2012 la
nacionalización de la mayor empresa privada del país, la petrolera YPF.
Para
sumar más complejidades, es notorio que buena parte de la presencia en el
debate público nacional de los planteos contra la minería metalífera a cielo
abierto –ciertamente cuestionable en términos económicos y ambientales–
proviene del impulso del grupo Clarín, duramente enfrentado con el gobierno por
la aplicación de una norma que obliga a la desconcentración mediática. “Los entendemos,
pero aquí hay un interés superior”, les dijeron directivos del grupo a
lobbistas de las empresas mineras que cuestionaban la amplificación mediática
de la resistencia social a la minería en La Rioja, apoyada por el gobierno
provincial, alineado a su vez con el nacional.
Otra
pregunta interesante es si el gobierno basa principalmente su pensamiento y
concepción económicos en las actividades extractivas (a las que ciertamente no
se ha opuesto). Llamaría la atención, si así fuera, que los principales
referentes del empresariado sojero hablaran, como ocurre, de una “oportunidad
histórica perdida”. Para esto hay que entender que ni la minería ni la
producción agropecuaria fueron los sectores más dinámicos de la economía durante
los últimos años. Entre 2003 y 2010 la construcción se expandió a una tasa
anual acumulativa del 11,3%. A ella le siguió la industria, con un 7%. La
producción agropecuaria se incrementó a una tasa del 3,9% (su expansión se
había iniciado a mediados de la década del 90). A su vez, las producciones
pesquera y minera, si bien crecieron en comparación con los 90, evidenciaron un
menor dinamismo, con tasas inferiores a 1% anual acumulativo (5).
Visto
desde otro punto de vista, las exportaciones argentinas –en un marco en el que
la canasta de productos ofrecidos varió poco y donde las colocaciones externas
relacionadas con el agro implican casi el 60%– pasaron de 29.938 millones de
dólares en 2003 a 68.133 millones en 2010. Pese a este aumento, la contribución
de las exportaciones al crecimiento de la demanda global registrada en ese período
fue de apenas 9,6%. Como explica Martín Schorr, “el consumo doméstico, tanto
público como privado, y la inversión, tuvieron un rol protagónico en términos
de su contribución al
crecimiento”
(6). Este rasgo mercado-internista de la política económica ha sido criticado
con dureza por sectores de la oposición –así como por empresarios vinculados a
las actividades extractivas– que consideran que aísla a Argentina del mundo y a
la vez recalienta la economía.
Desarrollo
Este
panorama complejo y contradictorio no hace más que confirmar que los gobiernos
progresistas de Sudamérica, para ganar autonomía y a la vez estabilidad
política, económica y social, han buscado apartarse de algunos aspectos nocivos
del anterior modelo neoliberal, aunque en un camino donde –como suele ocurrir
en la política democrática– pueden rastrearse tanto rupturas como
continuidades. Así, afirmar que cada experiencia nacional adopta la misma hoja
de ruta para encarar la cuestión de la explotación de productos primarios suena
no sólo inexacto sino también injusto. Y mucho más señalar que estamos ante una
nueva vía neoliberal.
Si
así fuera, los gobiernos actuales no generarían el repudio que despiertan en
algunos sectores del capital más concentrado. Las presiones y los reclamos
sociales en cada uno de los territorios por el mantenimiento de la diversidad
productiva, cultural y ambiental, las necesidades de acceso a fondos para
financiar políticas que deriven en una reducción de las desigualdades y los
complejos esquemas que los oficialismos actuales vayan encontrando para
sostener sus mayorías electorales irán delineando los nuevos conflictos y acuerdos
sobre el enfoque de desarrollo que se termine consolidando. Por Nicolás Tereschuk